Mientras Mireia toma rumbo sur, yo me dirijo a la zona septentrional del planeta. Cuando estábamos en España hablábamos de preparar juntas el equipaje que llevaríamos, la famosa mochila. Pero, es complicado cuando ella necesita ropa de verano y yo puro invierno. Nos vamos en el mismo día y sin embargo nuestro atuendo es completamente distinto. Qué bonito es el mundo.
Soy canaria y todo el mundo hacía bromas de lo mal que lo pasaría allí. Desgraciadamente, puedo admitir que los dos primeros días fueron extremadamente fríos. Mi destino: el helado paisaje de Islandia. Aunque no vi entornos blancos en esos días, la humedad, el viento y el no estar adaptada hicieron que el viaje fuera un poco difícil.
Sin embargo, aunque la piel doliera, era tan impresionante lo que mis ojos veían que se me olvidaba todo lo demás. Agua, agua por todos lados. Y en todos sus formatos. Vi geiser (en islandés, Geysir), ríos, lagos y glaciares.
Vi una tierra árida, volcánica, de un color rojo oscuro; incapaz de albergar plantas debido a su estéril suelo. Un mar de color gris, amplio y bravo. Un mar que no olía a mar. La orilla de las playas llena de trozos de hielo que dejaban rezagados los icebergs de los glaciares. La visión del océano en contacto con ese frío cristal era un espectáculo para la vista.




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